¿Cuántas veces habéis oído decir “latín sí” y “latín no”? Vivo o muerto, útil o inútil, bello o feo, interesante o tedioso, por no hablar de católico, clasista y fascista: éstos son sólo algunos de los muchos adjetivos atribuidos al latín que, por lo menos, demuestran cuán difícil es dar una definición exacta e imparcial. Incluso porque el fatigarse en la selección del adjetivo más apropiado con frecuencia desvía la atención del punto fundamental, del quid, como diría Cicerón, es decir, del sustantivo: el latín.
Pues bien, el latín es una lengua. Una lengua —toda lengua— presupone una comunidad de hablantes. Quienes hablaban latín eran los latinos, los antiguos habitantes del Lacio, o, más precisamente, los romanos.
El imperio romano cae en el 476, pero el latín sobrevive, transformándose. Todas las lenguas vivas cambian con el tiempo, y el latín no es la excepción. Se transformó lentamente, y de ahí nacieron las lenguas neolatinas o romances: italiano, español, francés, portugués, rumano y otras más. La muerte del latín, entendido éste como una lengua hablada por una comunidad que la aprende mediante la transmisión oral, viva y directa de los padres a los hijos, se ubica, como dicen los estudiosos, entre los siglos VII y X, según el área geográfica: de cualquier modo, siglos después del fin del Imperio romano.
Por lo tanto, en nuestro intento de definir el latín, ciertamente podríamos afirmar que, en un cierto momento, el latín murió, se convirtió en una lengua muerta, carente de hablantes nativos. Sin embargo, muerta no significa desaparecida.
De hecho, las personas cultas continuaron empleando el latín que, entre muchas ventajas, ofrecía también la de la inmutabilidad. Las lenguas vivas, precisamente en cuanto tales, como decíamos, cambian; las muertas, no. En Europa, donde cada Estado venía adoptando lentamente su forma geográfica, política y lingüística, el latín representó el elemento de unidad, no sólo lingüística, sino también cultural y religiosa. Cierto, el latín se aprendía ahora en los libros, ya no dentro de las paredes de casa, y se aprendía para discutir cualquier disciplina, del trivio y del cuadrivio, como dirían los medievales, y no para ir de compras; y aun así era latín. En este sentido, podemos aun decir que el latín seguía siendo una lengua viva en tanto que los hombres que lo usaban comunicaban, de viva voz o por escrito, contenidos vitales: pensamientos, teorías, sentimientos…
En resumen, en un cierto momento, el latín comenzó a estar vivo y muerto al mismo tiempo; o, para decirlo mejor, tras su muerte histórica, resurgió para volverse inmortal culturalmente. Los principales artífices de esta inmortalidad fueron los humanistas del Quattrocento y del Cinquecento, quienes, apropiándose de nuevo de los textos antiguos de manera más profunda que los medievales, se sintieron parte de un trayecto histórico, cultural y espiritual, que, hundiendo sus raíces en la antigüedad clásica, ahora producía frutos más sustanciosos en una fecunda síntesis de tradición cristiana y clásica, de la que el latín (y en gran parte también el griego), era la savia vital. Ellos pudieron establecer un diálogo directo con los antiguos (baste pensar, a modo de ejemplo, en las cartas que Petrarca escribió a Cicerón, a Séneca, a Quintiliano, a Horacio, a Virgilio, etcétera) y con sus contemporáneos, y moldeaban su latín con el de los antiguos, integrando léxico de forma sensata cada vez que era necesario: pues el mundo en que vivían, el escenario en que se movían, para decirlo con Erasmo, obviamente era muy diferente de la curia y de los rostra de Cicerón.
Esta comunidad internacional de intelectuales, esta República de las letras, de la que los hombres estudiosos formaban parte orgullosa y conscientemente, llega hasta la época contemporánea y nos permite integrar nuestra definición del latín como lengua otrora viva, después muerta y, finalmente, transmisora de saber, de cultura. Es decir, una lengua histórica que recorre los siglos y llega hasta nosotros.
La definición del latín como lengua histórica y de cultura se entrelaza de modo natural, por así decirlo, con aquella que hemos dicho ser el motivo de este diario en línea, y, en términos más amplios, con los dos elementos que nos parece que resaltan: la historicidad y la racionalidad.
Los acontecimientos de las últimas décadas, pertenecientes más a la crónica que a la historia, con el práctico abandono por parte de la Iglesia del uso del latín en la liturgia y con la reducción, en muchos planes de estudio, de las horas dedicadas al estudio del latín, en modo alguno desvirtúan la definición que hemos dado; más bien, queriendo ser coherentes, nos parece que la confirman, y que, al mismo tiempo, confirman cuanto otros han afirmado, es decir, que nuestra época no tiene mucho sentido de la historia y que se deja llevar más por la emotividad que por la razón.
Roberto Carfagni