[Esta es la segunda parte del artículo; la primera puede leerse aquí.]
El objetivo de un estudio de esta naturaleza no es –me permito repetirlo, ya que no quiero ser mal entendido– ir de compras en latín o tratar el latín como cualquier lengua viva –como el inglés, que muchos aprenden para abordar un avión o reservar una habitación de hotel, y no para leer a Shakespeare–, sino reivindicar al latín su naturaleza de lengua como ya se ha descrito antes y que por mucho tiempo le ha sido negada en favor de un estudio de la lengua escrita, entendido éste, en última instancia, como el estudio de la gramática, en detrimento del léxico, de la pronunciación y, en general, de la organización de la lengua (sobre los límites del llamado método tradicional, y también sobre peligros inherentes a un temerario enfoque activo diremos algo más adelante).
Una vez establecido que el uso de lengua que se enseña durante el proceso de aprendizaje no sólo no perjudica ni es un juego, sino que es algo muy serio y –al menos al comienzo, no tanto para los alumnos como para los docentes no habituados– incluso muy cansado, me parece que el punto es valerse de un método estricto y eficaz que nos conduzca a donde queremos llegar. Personalmente no creo en los atajos, esto es, no creo que el sólo uso permita aprender bien –es decir, a tal nivel de poder comprender un clásico– una lengua, cualquier lengua, sin un estudio constante, atento y disciplinado; y mucho menos creo que un estudio excesivamente analítico, casi mecánico y un poco abstracto, pueda conducir, por muy ordenado que sea, al aprendizaje profundo de una lengua sin un cierto uso oral y escrito.
El método directo, o natural, ideado por Rouse, fue refinado posteriormente por H. H. Ørberg, autor de Lingua latina per se illustrata, que definió su método como ‘natura’, o inductivo-contextual, sólo por distinguirlo y precisar aún más cómo, siguiendo la naturaleza de la lengua, se puede llegar con mayor rapidez a lectura y a la comprensión de los clásicos. Las características del método son:
– priorización del aspecto oral (y, por tanto, también de la pronunciación) sin negar la importancia de la escritura;
– asociación de sonidos de la lengua enseñada con las cosas que éstos representan, sin pasar, al menos al inicio, por la traducción;
– presentación de la lengua en contextos y situaciones realistas;
– aprendizaje integral a través del uso de los sentidos y de la imaginación, estimulando la curiosidad y el interés de los alumnos;
– método inductivo: al partir de la observación de usos atinadamente repetidos dentro de un contexto para llegar a la formulación de una regla o al aprendizaje de palabras y locuciones, etcétera;
– graduación bien controlada de la enseñanza del contenido lingüístico (de lo más a lo menos importante, de lo más a lo menos frecuente, etcétera), pero sin renunciar a alguna de las partes que conforman una lengua (gramática, léxico, estilística, métrica, etcétera);
En la práctica, el profesor, principalmente quien que no está habituado al uso de la lengua, puede auxiliarse con estos recursos:
– imágenes preparadas expresamente y con otras imágenes relacionadas entre sí a fin de formar una historia o narración, introducir palabras nuevas y, en la medida de lo posible y de la capacidad de cada cual, la gramática;
– preguntas orales para verificar la comprensión de lo dicho;
– lectura atenta (apegándose al significado y a la situación) por parte del docente, clara en su articulación y pronunciación (las palabras deben agruparse en grupos de significado), y reflexión inductiva guiada (observación de las imágenes presentes en el texto, de las notas marginales, de los fenómenos gramaticales);
– preguntas continuas durante la lectura del capítulo para verificar la comprensión del texto y para promover el uso de la gramática y del léxico;
– terminado el capítulo, se ordenan sistemáticamente los datos gramaticales que se aprendieron inductivamente y se practicaron mediante las preguntas del maestro;
– abundantes ejercicios de diverso género.
Una propuesta de este tipo no es en absoluto menos seria, simplista, o más artificial respecto al llamado método tradicional, ya sea porque requiere un estudio intenso, en el que el alumno sea totalmente involucrado –puesto que escucha, habla, lee y escribe–, ya sea porque la lengua es considerada en su totalidad, sin que se descuide punto alguno, pero todo se dosifica según un criterio de gradación que, aunque es diverso del método tradicional, no es, en absoluto, menos válido.
Entonces, si el método natura, propiamente en cuanto tal, se acerca más que cualquier otro al recorrido ideal de aprendizaje que hemos trazado, no por ello está exento de peligros que radican, principalmente, en su uso incorrecto. Nótese bien: hablo de un método, no de un libro o del simple uso del latín, que puede ser discutido y, con toda seguridad, incluso ineficaz si no se basa en un método que lleve al alumno del punto A, por así decirlo, al punto B, de forma precisa y en tiempos razonables. Por lo tanto, rogaría al lector que tenga cierta sutileza, y que no confunda a todos los que usan el latín con los defensores del método que acabo de describir, ya que ellos con frecuencia son sus detractores, en tanto que algunos de ellos llegan a teorizar que el latín es una lengua viva para todos los aspectos.
En los tantos cursos de actualización que he impartido en Italia y en el extranjero, me he encontrado tres tipos de profesores: los entusiastas, que, como tales, a veces pasan del uso al abuso del latín, empleándolo de modo no siempre apropiado y correcto; los escépticos, que desaprueban el uso del latín y, así, una tradición milenaria, diciendo que es algo poco serio, pero, de este modo, parecen meter todo en el mismo saco, en vez de entrar en el meollo del asunto, que no se reduce al solo uso del latín; los curiosos titubeantes, quienes han tocado con sus manos los límites del llamado método tradicional y quisieran cambiar (incluso sin admitirlo abiertamente), pero tienen miedo, ya que deberán modificar hábitos ya arraigados, y ya no tienen tiempo, y en ocasiones ni siquiera las fuerzas, para aprender no sólo una nueva forma de dar clase, sino una nueva forma de pensar el latín. Con base en mi experiencia, ciertamente limitada, pero significativa, esta última categoría es la más numerosa. De hecho, si las cosas funcionaran, si el método de gramática-traducción, el más difundido, fuera realmente eficaz, no tendríamos una hemorragia tan copiosa de estudiantes (debida también, claro está, a otras causas), los chicos no se precipitarían a arrojar los libros de latín, y no tendríamos que tomar iniciativas, como las noches blancas (las notti bianche son una iniciativa escolar surgida en 2015 en Italia, con el fin de promover la cultura humanística y los estudios clásicos), que ya se han vuelto, según parece, necesarias para estimular a los jóvenes al estudio de las lenguas clásicas.
Que la situación en la escuela no es buena, ¡y no sólo de hoy!, me parece un hecho innegable. Que muchos profesores buscan hallar algo nuevo para despertar la curiosidad de los alumnos, me parece igualmente innegable. Que, finalmente, un número cada vez mayor, pero aún pequeño, de profesores tome en consideración el uso de la lengua, al menos a nivel de juego, para excitar el interés de los alumnos, también es innegable.
¿Qué hacer, entonces? Puesto que ad impossibilia nemo tenetur, y que, si no se dispone de un número de horas suficiente, incluso el mejor enseñante tendrá problemas en su labor, sería necesario, ante todo, liberarse de los prejuicios que son todos los adjetivos, parciales o inapropiados, que atribuimos al latín, como hemos dicho al inicio, y que no nos permiten verlo por lo que es: una lengua, histórica y de cultura si se quiere, pero, ante todo, una lengua. Si non convenciéramos, lograríamos ver fácilmente los riesgos inherentes al método natura, o inductivo-contextual, y los límites del llamado método tradicional, es decir el de gramática-traducción, y en consecuencia mejorar nuestra técnica de enseñanza.
Veamos brevemente estos peligros del método natura:
– el exceso de confianza en el uso de la lengua y el aprendizaje un poco superficial, de oídas, por decirlo de alguna manera, en detrimento de un estudio analítico, pero necesario para tener plena consciencia de los fenómenos lingüísticos que estudiamos;
– el uso inadecuado de la lengua por parte de los profesores, que por lo general no reciben una formación adecuada: si se equivocan ellos, en consecuencia los estudiantes también fallarán. En realidad, el latine loqui no es por sí mismo censurable, sino el latine prave loqui. ¿Es esto, quizá, menos verdadero para cualquier otra lengua?;
– la incorrecta aplicación del método: el profesor decide emplear el método natura, pero después, en clase hace, grosso modo, lo que hacía cuando empleaba el método de gramática-traducción o, en cualquier caso, algo tan híbrido que distorsiona los principios antes enunciados. Se trata de un error muy frecuente, incluso porque no es objetivamente fácil para un profesor abandonar lo que solía hacer durante tanto tiempo para hacer algo nuevo.
Y podríamos añadir otras dos objeciones que, de vez en cuando, se escuchan por ahí.
La primera: con frecuencia los textos son artificiales, en el sentido que no son clásicos, y por lo tanto no están escritos en latín auténtico. Considerando que no me parecen en absoluto más artificiales que muchas frases que se hallan en los libros elaborados conforme al método de gramática-traducción, y que incluso el concepto de latín auténtico debería precisarse mejor (¿es sólo el de César y Cicerón o incluye, por mencionarlos, también a Plauto y Agustín?), ¿quién de nosotros pretendería llevar a los alumnos a la lectura de Dante, o de Shakespeare, poniéndoles delante frases de autor? Y esto después de que han estudiado italiano, y también inglés, ¡durante al menos diez años! Se me dirá que son lenguas vivas. ¿Y luego? No es que uno pueda comprender a Dante sic et simpliciter, solamente por ser italiano. Se requiere estudio, diligencia, tiempo, porque Dante y Shakespeare, igual que Virgilio, son clásicos, es decir, son un punto de llegada del estudio, no de partida. Por tanto, si miramos bien, no podrían no ser artificiales los textos con los que se comienza el estudio de la lengua, mas artificiales no significa falsos: lo importante es que sean correctos desde un punto de vista gramatical, adecuados desde un punto de vista léxico, graduales y funcionales.
La segunda: quien usa el método natura no sabe traducir. También aquí me parece que se confunde el uso incorrecto del método con el método y, en general, la traducción con el conocimiento de la lengua, como si el fin del estudio fuera saber traducir, cuando más bien esto no es otra cosa que la consecuencia del dominio de la lengua, no sólo latina, desde la que se traduce, sino también materna, a la que se traduce. Que se traduzca, entonces, siempre y cuando se haga no para comprender, sino después de haber comprendido. La única advertencia, muy razonable, es que no se traduzca de inmediato: primero introduzcamos al muchacho en la lengua: que escuche, hable, lea, escriba (¡en latín!) y, tras haber formalizado los conceptos adquiridos, que también traduzca. Quizá al inicio se pueda conceder un poco, ya porque muchas cosas son similares al español, ya porque no se quiere refrenar el aprendizaje con un análisis excesivo; pero tradúzcase, repito, procurando proponer a los estudiantes textos acordes a su conocimiento, y no textos muy pesados para hombros aún no robustos.
Omito otras cosas que he escuchado y que me parece que confirman una convicción propia, y es el que muchos confunden el método natura, realmente riguroso en extremo, con un uso vago del latín que no contempla el estudio de la gramática. ¿Puede aprenderse una lengua, que, por lo demás, no es viva, sin estudiar la gramática? Definitivamente no. Si hablo y escribo en latín, ¿entonces ipso facto uso el método natura? Definitivamente no. Y quien hace estas asociaciones o tiene mala fe o, al menos, peca de superficial.
Después de muchos años, diría que, en general, se encuentran establecidos, siempre que se admita que no haya prejuicios, también los límites del llamado método tradicional:
– falta de conexión estrecha entre las palabras y las cosas, fundamental en todo aprendizaje lingüístico. Los estudiantes no relacionan los sonidos de la lengua con lo que éstos significan, sino que relacionan la palabra escrita con su equivalente en la lengua materna: en lugar de relacionar la palabra fenestra con la imagen mental de la ventana, por lo general relacionan la palabra fenestra con la correspondiente palabra española, y, en consecuencia, frecuentemente deben traducir para comprender;
– escaso aprendizaje del léxico, incluso porque no estudian con el sostén mnemónico de un contexto significativo, sino con frases un tanto improbables y por lo general desconectadas entre sí: como las famosas Rosarum et violarum coronas ancillae portant, o Nimia aviarum indulgentia puellis nocet, y así sucesivamente;
– estudio más bien abstracto y mecánico de la gramática: los estudiantes con frecuencia saben decir cosas sobre la lengua, saben describirla a grandes rasgos, pero no saben la lengua, y después de años de estudio incluso los mejores sufren para comprender diez renglones con ayuda del diccionario. En suma, el análisis no es suficiente.
A partir del razonamiento hecho hasta esta parte, me parece que puede concluirse sin problema que frecuentemente en la escuela se confunden dos conceptos ligados entre sí, pero diversos: conocimiento de la lengua y conocimiento sobre la lengua. El método de gramática-traducción tiende a describir la lengua, a brindar a los estudiantes una serie de datos sobre la lengua, descuidando el conocimiento de la lengua que, en cambio, es el foco del método natura, o inductivo-contextual, que a su vez corre el riesgo de omitir aspectos analíticos fundamentales para el conocimiento sobre la lengua si se entiende o se aplica de forma incorrecta.
En resumen, el ideal sería unum facere et aliud non omittere, a fin de comprender plenamente un clásico en lengua original. Ya que la cuestión de fondo es ésta: ¿por qué leer en latín? Los pocos autores que se leen o, para decirlo mejor, se interpretan en la escuela, ya han sido traducidos varias veces, ¿por qué, pues, empeñarse tanto en aprender latín? A esta pregunta ya he dado una respuesta personal en otra ocasión; lo que me interesa subrayar ahora es que no es –y jamás lo podrá ser– lo mismo leer un clásico en latín que en traducción. Y esto no por las eventuales fallas del traductor, sino porque un clásico, propiamente en cuanto tal, es una obra de arte, y en cualquier arte hay aspectos intraducibles. ¿Es lo mismo contemplar “La Piedad” de Miguel Ángel que una foto de ella?, ¿escuchar en vivo una interpretación musical que una grabación?
Por tanto, si el arte de Miguel Ángel radica precisamente en su modo de esculpir, el arte de un escritor, sea prosista o poeta, consiste precisamente en su modo de escribir y que lo distingue de los otros. Tomemos, por ejemplo, a Salustio, contemporáneo de Cicerón y César, como todos saben. Veamos el famosísimo incipit de la Conjuración de Catilina (obviamente las negritas son mías):
[1] Omnis homines, qui sese student praestare ceteris animalibus, summa ope niti decet, ne vitam silentio transeant veluti pecora, quae natura prona atque ventri oboedientia finxit. [2] Sed nostra omnis vis in animo et corpore sita est: animi imperio, corporis servitio magis utimur; alterum nobis cum dis, alterum cum beluis commune est. [3] Quo mihi rectius videtur ingeni quam virium opibus gloriam quaerere et, quoniam vita ipsa, qua fruimur, brevis est, memoriam nostri quam maxume longam efficere. [4] Nam divitiarum et formae gloria fluxa atque fragilis est, virtus clara aeternaque habetur.
Aquí Salustio expone un concepto nada original, es decir, en el sentido de personal, sino clásico, en el sentido amplio de la palabra: la supremacía del alma sobre el cuerpo. De Platón (véase, a guisa de ejemplo, Fedón, 28) a San Agustín este concepto, como se sabe, atraviesa toda la antigüedad grecorromana. ¿Por qué, entonces, amerita ser leído y disfrutado en latín? Porque el arte se halla precisamente allí, en la lengua, en la elección y en el orden de las palabras, como hace notar Malcovati en su bello comentario (Enrica Malcovati, De Catilinae coniuratione, Paravia, Turín, 1939), de donde extraigo gran parte de lo que sigue.
Comencemos por el omnis del inicio, que tiene un claro tono arcaico, para posteriormente observar el sese, que, si bien es inteligible, tras un análisis más detallado resulta superfluo, ya que studere, igual que velle, cupere y, en general, los verba voluntatis et studii, se construyen sólo con infinitivo cuando el sujeto es el mismo en ambas oraciones: incluso en este caso, en el que, por lo demás, el pronombre está reduplicado, como para darle más fuerza, se trataría de un uso arcaico y popular. La locución vitam transire, aunque es, diría, de fácil comprensión, en realidad no es algo común, ya que más bien se decía vitam agere, o ducere, pero Salustio –lo notamos ya en este primer renglón– no gusta de las expresiones comunes. En ‘oboedientia finxit’ hallamos la llamada cláusula heroica (final de un hexámetro: dáctilo y espondeo), que Cicerón evita deliberadamente recordando la prescripción de Aristóteles (qui iudicat heroum numerum grandiorem quam desideret soluta oratio, vid. Orator, 192), pero Salustio tiene un gusto diverso al del Arpinate. El sed, enseguida, no tiene el habitual valor adversativo, sino que aquí sirve como transición y corresponde a ‘por otra parte’, como Servio ya lo había notado (ad Aen., X, 411: ‘sed’ modo inceptiva particula est, ut in Sallustio saepius). Nótese también la colocación de nostra: Salustio no dice omnis vis nostra, como sería lo más natural, sino que coloca nostra al inicio para acentuar el contraste entre nosotros, hombres, y las bestias, opuestas a nosotros. Como se sabe, el latín, sobre todo el arcaico, no amaba las palabras ni las expresiones abstractas, pero Salustio se aleja de esta costumbre a fin de seguir una tendencia que continuará aumentando de la edad de Augusto en adelante: dice, entonces, animi imperio y corporis servitio, en lugar de animo imperatore y corpore servo (cf. Bellum iugurthinum, I, 3: dux atque imperator vitae mortalium animus est). A primera vista, el ipsa siguiente parecería superfluo, ¿por qué no decir simplemente vita qua fruimur brevis est? Pero ipsa tiene su acostumbrado valor de oposición, como en expresiones del tipo ipso die (‘aquel mismo día y no otro’), y aquí vita se opone a memoria nostri. En maxume hallamos el sufijo –umus del superlativo, que en Salustio nunca es –imus: otro arcaísmo. En fluxa atque fragilis observamos la consonancia inicial, que es un elemento arcaico grato a Salustio (basta pensar en las antiguas formas rítmicas de los romanos: proverbios, plegarias, súplicas, máximas judiciales). En virtus clara aeternaque habetur, finalmente, donde habetur no significa ‘es considerada, sino ‘es poseída, está en posesión nuestra’, escuchamos mediante el asíndeton y la brevitas cómo la permanencia de la virtud se contrapone por antítesis a la caducidad de aquella gloria divitiarum et formae, fluxa atque fragilis, que en la estructura misma de la frase, alargada por la conjunción copulativa, tiene algo líquido, fugaz.
Si, entonces, queremos escuchar la verdadera voz de los clásicos y no un débil eco, no sólo debemos leerlos y comprenderlos en latín, sino que debemos ser capaces, con ayuda de guías e instrumentos adecuados, de percibir y degustar su arte. En nuestro caso, es evidente que la lengua de Salustio es propia de él y que es muy diferente de la de César y Cicerón, sus contemporáneos: es su sello, es decir, es su arte. Es la immortalis Sallusti velocitas de la que habla Quintiliano (X, 112), es illa sallustiana brevitas, qua nihil apud aures vacuas atque eruditas potest ese perfectius (X, 32).
Roberto Carfagni
(Traducido por Omar López Pacheco.)
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