Si preguntáramos a los estudiantes y a los profesores qué es el latín, escucharíamos miles de adjetivos añadidos al sustantivo: vivo o, casi siempre, muerto, útil o, en la mayoría de los casos, inútil, bello y feo, antiguo, interesante, aburrido, fatigoso; por no hablar de católico, clasista y fascista. Y éstos son sólo algunos y que no demuestran otra cosa sino cuán difícil es dar una definición cierta e imparcial del latín. Además, el empeñarse en la elección del adjetivo más apropiado, con frecuencia distrae la atención del punto fundamental, del quid –como diría Cicerón–, es decir, del sustantivo: el latín.
Pues bien, el latín es una lengua, la lengua de los latinos, los antiguos habitantes de Lacio o, con mayor precisión, de los romanos. Todas las lenguas vivas cambian con el tiempo, y el latín no es la excepción. Ya en la antigüedad, y todavía más tras la caída del Imperio romano, el latín se transformó lentamente y, con el paso del tiempo, de él nacieron las lenguas neolatinas o romances.
Son temas bien conocidos, pero con frecuencia se olvida que, tanto durante el Medioevo como durante el Renacimiento, el latín, incluso tras haberse convertido en una lengua muerta, es decir, carente de hablantes nativos, continuó siendo una lengua hablada, escuchada, leída, escrita. Ciertamente el latín se aprendía entonces en los libros, ya no dentro de las paredes de casa, y se aprendía para discutir sobre cualquier disciplina –los medievales dirían trivio y cuadrivio–, no para ir de compras; y seguía siendo latín, es decir, una lengua.
Pero, ¿qué es una lengua? Una lengua no es otra cosa que un sistema de sonidos –palabras y frases pronunciadas– asociados a las cosas (objetos, acciones, pensamientos, emociones) que significan. Por tanto, el aspecto primario de toda lengua, sobre todo en sentido cronológico, pero también lógico, es el oral. Desde los primeros hombres, que vivieron hace tantos milenios y que ignoraban la escritura, a los analfabetas actuales y hasta los niños recién nacidos, la lengua es lo que con ella –es decir, el órgano de articulación de los sonidos– se dice. Este aspecto, obvio por sí mismo, me parece digno de atención, principalmente porque, según el modo común de pensar, la lengua es prácticamente la escrita. Pero no. En efecto, la escritura –que no es otra cosa que el intento de dar una forma gráfica a los sonidos con los que hablamos, y que, en cuanto tal, procede, ¡no precede!, a la oralidad– fue inventada hace unos pocos milenios y, comparada con la historia de la humanidad, es más bien reciente.
El ser humano, pues, aprende a emitir sonidos según un código compartido por una comunidad, una lengua precisamente. Ya sea latín o inglés, el punto que debe remarcarse es que el aprendizaje de toda lengua comienza de modo natural, y esto se debe a la naturaleza misma de la lengua y del hombre, de la escucha: el hombre escucha, y aprende escuchando, establece el vínculo, casi diría la fusión, entre palabras escuchadas y las cosas que significan; así, pues, mediante la imitación y el uso aprende gradualmente a reproducir sonidos, es decir, aprende la lengua: pronunciación, léxico, gramática.
A partir de esta primera fase oral del aprendizaje lingüístico, en el que hay primero una etapa pasiva, la escucha, a la que sigue una etapa activa, el habla, se pasa posteriormente a la escrita, en la que, de igual modo, primero se halla una parte pasiva, la lectura, y, en seguida, una parte activa, la escritura.
Podemos expresar todo lo dicho mediante el siguiente esquema:Esta introducción, un poco apresurada, me parece oportuna ya que, una vez aclarado nuestro objeto de enseñanza, el quid, esto es, la lengua latina, creo que se puede determinar o construir mejor el camino, el método, que nos conduzca a la obtención de nuestro objetivo.

La primera razón por la que en la escuela se enseña latín es la lectura consciente, y, por tanto, la cabal comprensión de los clásicos. Si no fuera así, podríamos leer todo en traducciones; pero si durante más de dos milenios se ha defendido su lectura en lengua original, debe haber un motivo bien sólido, como intentaré demostrarlo más adelante.
El deber, pues, del docente es enseñar la lengua, y el latín es una lengua, es decir un sistema de sonidos, como hemos dicho. Sonidos que fueron emitidos desde la antigüedad hasta el día de hoy con pequeñas diferencias, en su mayoría de pronunciación. Ni siquiera nosotros, los docentes, tenemos la costumbre de escuchar el latín, a pesar de que gran parte de la producción literaria antigua (por ceñirnos a los estrechos límites de los programas de estudio que, por desgracia, descuidan toda la literatura posterior, de la antigüedad tardía a la época moderna) fue pensada para disfrutarse oralmente: la mayor parte de las obras teatrales, la lírica y la poesía en general, la oratoria misma.

Por lo tanto, si queremos enseñar latín por lo que es, me parece que debe seguirse el esquema antes presentado, adaptándolo a nuestro objetivo que es –lo recuerdo– la lectura consciente de los clásicos. A primera vista podría parecer una idea un poco extraña debido a la costumbre de tratar el latín como lengua muerta, escrita, revestida de un cariz de sacralidad que nos lleva a repetir mecánicamente ciertas cosas, del modo en que lo hacían los sacerdotes romanos, que recitaban fórmulas que ni ellos entendían debido a la antigüedad de éstas. Y, por otra parte, me cuido de afirmar que el latín sea una lengua viva, pero no puedo evitar el hacer notar que siempre es una lengua, y que es propio de la naturaleza de la lengua, y del aprendizaje humano, comenzar por la oralidad para llegar a la escritura, comenzar de las habilidades pasivas para llegar a las activas, no porque el objetivo sea hablar y escribir en latín (que, sin embargo, es lo que se hizo durante quince siglos, tras la caída del imperio romano), sino para poder entender mejor a los clásicos.

Pero veamos un ejemplo concreto con el fin de comprender mejor cómo poner en práctica, con método, los principios enunciados hasta este punto.
Imaginemos que es el primer día de clases, y que nuestros chicos jamás han estudiado latín. El maestro, en cierto momento, se levantará y, caminando, dirá: Ambulo. Lo repetirá, ya que repetita iuvant: Ambulo. Puede parecer infantil, pero no lo es, porque, sin pasar por la traducción, estamos creando en los estudiantes una asociación mental entre palabras y cosas. En este momento, el maestro se dirigirá a un alumno y, acompañando las palabras con gestos, le dirá: Ambula! De nuevo, repetirá: Tu, discipule, ambula! Ahora los dos caminan en el salón. Los demás observarán con curiosidad, pero, sobre todo, escucharán. El maestro dirá, siempre valiéndose de gestos y de una adecuada entonación de voz: (Ego) ambulo, (tu) ambulas, (ille) –indicando a un tercer alumno– non ambulat. Ambulo, ambulas, non ambulat. Tu et ego, nos, ambulamus, ille non ambulat. Quis ambulat? Magister ambulat. Antonius (nombre al azar del alumno que camina) quoque ambulat, Marcus (el otro alumno) autem non ambulat. Quis non ambulat?, dirá el profesor dirigiéndose a los alumnos y, señalando a Marco, los invitará a decir: Marcus. Si es necesario, lo dirá junto con ellos. Viendo a Marco, y siempre con la ayuda de gestos, le dirá: Tu quoque, Marce, ambula! En este momento el chico caminará, y el maestro: Marcus quoque ambulat. Antonius et Marcus ambulant, vos –y señalará al resto del grupo– non ambulatis. Nos ambulamus, vos non ambulatis. Vos quoque, discipuli, ambulate! Es muy importante que el profesor articule bien las palabras, lentamente, con la debida entonación, y que las acompañe con gestos y acciones, sin dejarse llevar por la tentación de querer traducir en cuanto los alumnos titubeen. Si es necesario, puede repetir este procedimiento varias veces. Posteriormente pasará a las otras tres conjugaciones –procurando no escoger verbos irregulares–, por ejemplo videre, audire, surgere, considere y quizá sedere, así se muestra la diferencia entre estado, sedere, y movimiento, considere. Tras haber ejercitado oralmente la lengua, podrá leer con los estudiantes un texto elaborado con palabras y formas que ellos han escuchado en la primera parte de la clase y, finalmente, formalizar la gramática, en nuestro caso el presente de indicativo e imperativo. En este momento, para completar el recorrido que hemos trazado, el maestro dará a los estudiantes ejercicios para resolver por escrito y que incluyan el uso de palabras, formas y construcciones que se han explicado recientemente.

Un recorrido de este tipo, con la que me gusta llamar ‘gramática activa’, puede parecer, a primera vista, fácil y casi pueril, pero en realidad requiere un método riguroso, no sólo para proceder con un prudente equilibrio de lo concreto a lo abstracto, de lo que es más importante a lo que no lo es tanto, de lo más frecuente a lo menos, etcétera, sino también para evitar usos impropios de la lengua por parte del maestro, que no suele recibir una formación especializada. Por otra parte, nuestro objetivo no es hablar latín ni, mucho menos, hablar de nuestra vida cotidiana en latín, sino enseñar la lengua, pronunciación, léxico y gramática, en modo organizado para lograr la compresión cabal de los textos sin tener que pasar por la traducción. Siguiendo el orden descrito, no renunciamos a parte alguna del estudio lingüístico, sino todo lo contrario: pues, si por una parte introducimos a los estudiantes en la lengua, por la otra hacemos que tengan consciencia de lo que aprenden gracias a la formulación precisa de palabras y conceptos que ya no son abstractos y carentes de un verdadero contenido comunicativo, sino que están anclados en la realidad presente y viva que, claro está, no es solamente la del salón de clases, sino también, y sobre todo, la de los textos clásicos.
Personalmente sostengo que gran parte de la gramática latina puede ser explicada de forma oral, para después formalizarla y profundizarla en manera, grosso modo, tradicional. Para confirmar lo dicho, me permito narrar una pequeña anécdota. Hace aproximadamente diez años me escribió un niño americano de once años, totalmente desconocido para mí, deseoso de aprender latín de modo activo a distancia, en línea. Lo que más me sorprendió no fue, como podéis imaginar, el hecho de que me haya localizado, sino su propuesta: estudiar en línea. A pesar de la pequeña edad de Josiah, es el nombre del niño, quise intentarlo, movido por la curiosidad. Me parece que puedo afirmar que, si el árbol se conoce por sus frutos, el intento obtuvo un resultado óptimo, pues Josiah ha sido el primer joven estadunidense en vencer un certamen en Italia: el ovidianum, en 2016. Por mi parte, la enseñanza que obtuve de esta experiencia, de la que después surgió una amistad, es la fuerza de la palabra escuchada, ¡del latín!, en la enseñanza lingüística. Josiah es un joven brillante, pero su gran preparación se debe en parte al método de estudio que ha usado, como él mismo reconoce: desde el primer día le enseñé el latín en latín, acompañando los sonidos no sólo con acciones, lo que es ciertamente más fácil en un salón de clases, sino con dibujos e imágenes que representaran esos sonidos. Y así, poco a poco, hemos llegado a la lectura fluida de los clásicos, pero también a la composición de algunos poemas en latín, lo que ya le granjeó otros reconocimientos en su patria.

Repito: el objetivo no era ni es formar escritores de latín, pero si desde el primer día se estudia el latín por lo que es, una lengua, en cierto momento se da, casi naturalmente, no digo el escribir versos, pero sí algo de buena prosa. También existen grandes ejemplos de jóvenes italianos.
Por lo tanto, el reto que quisiera lanzar a los profesores es el de imaginar cómo es posible explicar la gramática latina, morfología y sintaxis, primero de modo activo, oral, inductivo, para después formalizarla de manera sólida, tradicional. Los casos, el comparativo y el superlativo, la voz activa y la pasiva, los tiempos verbales, las interrogativas indirectas, el cum con subjuntivo, etcétera, todas ellas son estructuras que pueden exponerse como hicimos antes con el presente de indicativo e imperativo, siempre que se tenga algo de imaginación y, lo más importante, un método coherente con nuestro objetivo, que no es aprender latín como si fuera una lengua viva o una segunda lengua, sino aprender una lengua en la que se hallan escritos dos milenios de literatura.
Por otra parte, intuiciones de este tipo en la didáctica del latín ya las habían tenido los humanistas, autores de numerosos colloquia scholastica, o Comenio, con su Orbis pictus, y, en los años veinte del siglo pasado, Rouse, que aplicó el método directo, en boga para el aprendizaje de las lenguas vivas, al estudio de las lenguas clásicas. A este propósito, me parecen significativas sus palabras (Rouse – Appleton, “Latin on the direct method”, 1925, p. 2; el subrayado es mío):

As applied to the teaching of languages, the Direct Method means that the sounds of the foreign tongue are associated directly with a thing, or an act, or a thought, without the intervention of an English word and that these associations are grouped by a method, so as to make the learning of the language as easy and as speedy as possible, and are not brought in at haphazard, as they are when children learn their own language in the nursery. It follows that speaking precedes writing, and that the sentence (not the word) is the unit. The method is largely oral, but not wholly so: on the contrary, all the practices of indirect methods are used, but not at the same time, nor in the same proportion. Language is an art, and we proceed from art to science, from idiom to accuracy; the idiom, the feeling for a language, is easily taught thus, and accuracy can wait. To begin with an attempt at exactitude is to make idiom always difficult, and with mediocre minds, impossible to obtain in the end. It will be seen that four senses are used to make the impression: hearing first, then speech, then touch (when the new matter is written), and lastly sight. We may even enlist taste on occasion. The simpler the vocabulary, the easier it is to practise accidence and syntax: one thing is done at a time. The process is: first imitation, next imitation with a difference, lastly the use of what has been so learnt.

[Esta es la primera parte del artículo; la segunda puede leerse aquí.]

Roberto Carfagni
(Traducido por Omar López Pacheco.)